por Matías Oberlin
Hubo un tiempo en que los países centrales se dividieron el mundo
sometiendo pueblos para mantener su nivel de vida. Y los sometieron,
política, militar y económicamente. Así nacieron las colonias. Después
no necesitaron de lo militar y les alcanzó con la política y la
economía. Descubrieron luego que con manejar los hilos de la economía
manejaban el resto. Por último vieron que alcanzaba con tener la patente
de lo que se produce en las colonias. Ese fue el origen de Monsanto.
Mosanto nació en San Luis, Misuri, Estados Unidos en 1901. Monsanto
Argentina S.A.I.C. empezó a operar en el país en 1956, cuando el
gobierno del General Juan Domingo Perón fue depuesto por la dictadura
genocida conocida popularmente como “la fusiladora”. Siempre vinculada a
la comercialización de productos químicos, en 1978 –bajo otra dictadura
cívico militar- instaló su planta de “acondicionamiento de semillas
híbridas de girasol”1 en Pergamino. A partir del 80 empezó a envasar
agroquímicos llegando a producir el “Roundup”. “Roundup” es la marca
comercial del glifosato, un herbicida total derivado del napalm (sí!, el
mismísimo napalm que se hizo conocido en la Guerra de Vietnam por su
terrible acción incinerante) . En los 90 la empresa apoyó el crecimiento
de la siembra directa, llegando –según la página de Monsanto- a colocar
“a nuestro país entre los tres primeros mercados mundiales en materia
de producción y rendimientos agrícolas. Esto motivó a su vez el
crecimiento exponencial de las ventas de Roundup”.
En solo 81 días del verano de 1996 se aprobó el uso de la soja
transgénica a través de un expediente administrativo de 136 fojas de
las cuales 108 eran de Monsanto. Un garabato indicaba el nombre de quien
firmó el expediente, un tal Felipe Solá. Ese mismo año Monsanto a nivel
mundial decide dedicarse al negocio de las semillas y los agroquímicos.
A partir de ese momento la carrera de esta empresa -siempre ligada a
favores de los regímenes políticos, coimas multimillonarias y escándalos
internacionales- ha sido la concentración y monopolización de las
semillas. ¿Cómo? A través del desarrollo de semillas patentadas, lo
suficientemente resistentes para recibir dosis de glifosato, un
herbicida derivado del napalm altamente nocivo para el suelo,
contaminante de las napas freáticas y dañino de toda forma de vida que
entre en contacto con él. Así el caso de Ezequiel Ferreyra, el joven de 6
años esclavizado desde los 4 que murió hace un par de años a causa de
un tumor cerebral por estar en contacto con los agroquímicos. Vale la
pena aclarar que en la Unión Europea está prohibido el uso del Glifosato
clasificado como «peligroso para el medio ambiente» y «tóxico para los
organismos acuáticos», mientras que para el SENASA (Servicio Nacional de
Sanidad y Calidad Agroalimentaria) cumple con todas las normativas.
En el año 2012 Cristina Kirchner anunció la apertura de una planta de
Monsanto en la localidad de Malvinas Argentinas, ubicada en la
Provincia de Córdoba. En la página de Monsanto puede leerse el
sarcástico mensaje “los cordobeses tendrán el orgullo de contar con una
de las plantas más grandes del mundo. En ella se procesarán semillas de
maíz”. El maíz transgénico patentado de Monsanto tiene la característica
de que la semilla que brinda no puede volver a ser sembrada, y que los
campos sembrados con este maíz fertilizan los campos colindantes. Así se
dan casos como en México, donde las comunidades campesinas ejidatarias
luchan por mantener su maíz ancestral, amenazado constantemente por el
transgénico patentado. Este es repartido gratuitamente a los campesinos
financiados por el gobierno federal y amenaza no solo con arruinar el
maíz criollo de las comunidades, sino la misma fuente de su
autosubsistencia, ya que una vez fertilizado nunca más podrán sembrar
sus propias semillas.
El negocio del patentamiento de semillas resistentes a los
agroquímicos más nocivos, está íntimamente vinculado con la siembra
directa, el trabajo esclavo de trabajadores rurales, los grandes
capitales sojeros (Grobocopatel, etc) y la complicidad del gobierno
nacional y gobiernos provinciales. Los productores adoptaron el cultivo
de soja transgénica porque resulta un cultivo más rentable que requiere
de menor cuidado y que deja ganancias exorbitantes. Así actualmente se
cultivan 20 millones de hectáreas de soja en nuestro país, que sobre un
total de 31 millones de hectáreas cultivadas da un porcentaje del 65% de
nuestra producción agrícola. El 70% de la oleaginosa se exporta sin
procesar y el restante 30% se convierte en aceites, harinas, etc. Es
decir, la matriz agroexportadora de la Argentina de “la década ganada”
sigue intacta. El monocultivo se extiende como un manto negro sobre
nuestro territorio siendo uno de los principales formadores de precio al
fijar la renta agraria y el precio de la tierra. Corriendo
constantemente la frontera agraria la soja ha llegado incluso a
sembrarse en la localidad bonaerense de la Matanza influyendo
directamente sobre la inflación. Ni que hablar de los campesinos en
zonas rurales expulsados por empresarios de la soja, como es el caso de
los campesinos del Mo.Ca.Se en Santiago del Estero que sufrieron el
asesinato de dos compañeros por su lucha: Cristian Ferreyra y Miguel
Galván.